La miró, ella tenía los ojos llorosos, ella estaba enamorada, había llegado al límite de su paciencia.
Así que le acarició el pelo, le miró a los ojos, y se marchó.
Ella veía como cada vez, se alejaba más y más, cada vez lo veía más pequeño, hasta que el viento se lo llevó. Entonces ella no pudo evitar que las lágrimas emparan su cara, no pudo evitar que le doliera tanto su marcha, no pudo evitar que el corazón se le rompiera en mil pedazos.
Y entonces en el suelo, divisó aquella carta, aquel sobre, que hacía que en su alma aún quedara esperanza.
Lo abrió con cuidado, y empezó a leer:
“Entiendo tu impaciencia, mi princesa, pero hasta la última página, no está escrito que nos enamoramos”